lunes, 18 de abril de 2011

CUENTOS 1.6

LA HISTORIA DE JEAN BERGER.

..así Dédalo llena de confusión a los innumerables caminos y apenas puede el mismo volver a la salida.
El Minotauro y el  laberinto. Las Metamorfosis.   Ovidio

-Amorcito , arregláte rápido; ¿ no ves que con tanta lluvia  el tráfico se pone pesado y vamos a llegar tarde ? . Además estacionarse a última hora es un dolor  -

            Ronald y María  se fueron de nuevo al cine aquella tarde. Disfrutaban con obcesión inmemorable del cine , especialmente los Viernes y Sábado: Matinal a las once de la mañana cuando estaban en primaria , Matineé después en secundaria ,  la Vermuth a las siete de la tarde ,  y la última función  a las nueve de la noche, después de la cena cuando novios y esposos. Los  vídeos en casa, de estereofonía seductora no lograban apartarlos de la lenta y democrática fila para sacar entradas y entrar en la gran caja mágica , oscura y al fondo resplandeciente   en la que no sonaba un maldito teléfono, ni aparecía  alguna visita inesperada e indeseada en el medio de un momento álgido de la trama.
            En el biógrafo , era como estar  en el centro de la aventura, de la pasión , del romance, de lo increíble, dentro de una  o varias vidas ajenas , pasadas, presentes, futuras  , que a veces se parecían a la propia o a lo que uno  quisiera qué ésta fuera. Era como personificarse en reencarnaciones  múltiples y diversas, como una bola de cristal con la visión de un futuro esférico.

            La cinefilia apasionada nació con su amistad y se desarrolló y profundizó junto con el amor. De chiquillos  iban al cine del barrio, a las rotativas, en que por muy poco podían estar desde las dos o tres  de la tarde hasta las diez de la noche  viendo cuatro o cinco películas distintas, de vaqueros, rancheras, de detectives, comedias. Huellas indelebles quedaron en sus espíritus con películas como  las "Flores de Piedra" o "El Mago de Oz" llenas de magos, príncipes, cristales en el interior de la tierra, orfebres mágicos, espíritus magníficos y deleznables. También siguieron por algunos años seriales interminables como " El Capitán Maravilla", precursor de Superman o "Los Tambores de Fu-man-chu" el chino malo y sofisticado, que dio  la pista para muchos Rambos y similares, estúpidos, racistas y llenos de efectos especiales. Cada función de serial terminaba  con un "continuará la próxima semana" y había que estar presente para ver si "Fu-man-chú" aniquilaría  al apuesto detective  o si el "Capitán Marvel" rescataría al pequeño vendedor ciego de las garras de los  malandros pandilleros.

            Para  estudiantes como ellos, escasos de dinero, el cine era una  diversión barata. Incluso  se daban el lujo  del mejor cine en  el Club de ine Arte de la Universidad con entradas rebajadas. También iban al del barrio bohemio dónde hasta entraban gratis si eran conocidos de alguno de los organizadores.   Así, lo que fue una entretención llevadera, se transformó en un disfrute y en una quasi adicción vicio  que los arrebataba.
             En el par de horas  del viaje de la luz a la pantalla, cesaba  el aquí y ahora  y se transportaban a otro lugar, otra edad, otro universo, otra dimensión. Al terminar los noticieros y documentales, ya con los primeros títulos se transformaban  en los héroes y villanos de  las escenas que  desfilaban ante sus permanentemente asombradas retinas  y tímpanos.  Así eran príncipes, pintores, bailarinas, reyes y escritores, héroes y antihéroes, Francis Drake apuestos, curvilíneas Reinas del Saba o Zhivagos indefinidos y timoratos. La historia, la fantasía, la realidad, la frivolidad y los valores inmanentes desfilaban ante ojos ávidos que succionaban imágenes  y oídos  hambrientos que engullían música, palabras e ideas.


            Luego de la función salían de la sala mezclados con el público, abrazados, comentando el film, las actuaciones, el tema, el primer tecnicolor, las pantallas panorámicas, las  antiguas películas en blanco y negro o blanco y sepia, los magistrales filmes mudos de Chaplin, Stan Laurel y Oliver Hardy.

            Normalmente elegían con tiempo lo que verían. La mágica cartelera del periódico presentaba una página llena siempre de frases espectaculares, fotos y dibujos que despertaban su imaginación de  espectadores. Según los gustos, los estados de ánimo, los eventos que los rodeaban, veían "Reds", "El Jardín Secreto ", "Mefisto ". Por momentos o, temporadas estaban predispuestos a la alegría, o a la sátira, a las epopeyas, a las tragedias, las aventuras,  al compromiso , a la rebelión, a la revolución.

            Se metían tanto en los temas que se emocionaban y deprimían; salían felices por la bondad, tristes a veces porque violencia  y crueldad se confundían demasiado con  la realidad. Los fascinaba la magia e impactaba la maldad bien representada. Discutían, e incluso se disgustaban a la salida de la función, cuando  no  compartían todos los puntos de vista del cineasta o entre ellos.

            María era especialmente  sensible y se afectaba por la maldad. Nunca olvidarían  aquella  vez que  vieron  a Joanne Crawford  y Bette Davis. Dos hermanas, máxima expresión de la maldad, que se herían una a otra, en lo posible a muerte, pero siempre con la mayor devoción fraternal, con un amor al odio diabólico. Pensaron  que eso era increíble, que no era cierto y salieron lastimados del cine. Largas cuadras caminando sin querer hablar. Ronald tuvo que consolar dulcemente  a su amiga después de ese film cruel para que cesara su callado  sollozo.

- Llorá amorcito, desahogáte ,  es sólo fantasía -

- No es cierto, es como la vida de muchos. Esta fantasía es dolorosa;  pero la  verdad diaria se le parece demasiado o es peor -

- Pero otras veces es mejor, mucho mejor -

            Con el tiempo también llegaron a comprender que el cine en muchos sentidos nunca lograba superar al mundo verdadero  y, sin que lo notaran, la realidad fantástica de la pantalla los preparaba en cierta forma para no sorprenderse en el futuro.

            Ese día al lograr finalmente estacionar, Ronald, siempre eficiente, dijo:

-           Ponéte en la cola para entrar mientras compro las entradas -

            Se sintieron raros. En el lobby del cine habían algo así como dos filas  concéntricas, una  que empezaba a la entrada del cine y terminaba en la boletería y otra que empezaba en la boletería y terminaba en la boca negra de terciopelo de la entrada a la sala. Ese día, debido a la fuerte lluvia que anegaba los exteriores, las dos  espirales como colas enrolladas de escorpión se desarrollaban dentro de la galería comercial que  daba acceso al cine.

            Muy pronto se acomodaron en las butacas, con un refresco y unas palomitas de maíz, que les duraban exactamente el tiempo necesario para ver los cortos comerciales, noticias de un mundo enfermo  y resúmenes de otras películas. Porque en eso sí que eran estrictos: una vez empezada la función principal, sólo existían para ella y no comían ni bebían, ni siquiera se movían para no perder la necesaria concentración.

            Ese día  el programa era especial: una obra realmente mágica, quizás una de las precursoras del género de fantástico, pero de una fantasía terrible.    Era en blanco y negro, de los años cuarenta, después de dos guerras y el odio cocinándose en el hornillo de las ambiciones, sin soltar aún su último hervor de horror, desolación y pesimismo. El film era al mismo tiempo de esperanza y  desaliento. El actor principal era Gerard Phillipe,  héroe romántico y frágil. Ronald y María lo habían escuchado en un disco de 33 1/3 narrando  "Le Petit Prince " de Saint Exupery y aún estaban cautivados por esa voz suave, profunda y atractiva.

            El actor representaba a un tal Jean Berger, un hombre cualquiera, como quién dice un Juan Pérez. Llevaba la vida mínima de  empleado en un cine de barrio pobre. Todos los días llegaba  a limpiar el piso , a barrer entre las butacas interminables los papeles celofán de colores de los confites , los papelitos partidos por la mitad de las entradas, la plata y el oro de los envoltorios de confites y de vez en cuando unas moneditas, algún llavero o un anillo ordinario. Los objetos  cosas de más valor, empezando con las pequeñas monedas tenía que devolverlas al miserable y fantoche dueño del cine. La falta general de empleo, obligaba a Berger a tragarse sus disgustos y balbuceos de reclamo y a tolerar los abusos.  

            A la hora de la función, Berger tenía que acomodar al público  alumbrando el camino a los asientos con una linterna de mano. El destello fugaz de la luz, le permitía ver  a espectadores atentos, o dormidos, o a las  parejas que protegidos por la oscuridad  se olvidaban de la película por abrazos o besos tiernos y caricias audaces y  apasionadas. Ronald y María sonrieron, pues ellos también  se desconectaban de las películas aburridas para disfrutar del amor, tal y como en el film que estaban viendo.

            Jean era un personaje solitario y pobre, sin amigos y sin amor. Quizás si su única felicidad era ver algunas película románticas, despedazadas en mil fragmentos por los espectadores atrasados, o por los que salían y volvían a entrar en la mitad del espectáculo y que no le permitían concentrarse. Sin embargo,  esas interrupciones se transformaron para Jean en un especie de juego de la ansiedad, pues cuando volvía a entrar iluminando la vía para un  espectador, trataba de imaginarse en que parte de la historia estarían. Así iba armando  el rompecabezas  hasta que después de varias funciones entendía  totalmente una película cuyo fin a veces había visto tres o cuatro veces. Así jugueteaba un poco con su situación de  espectador trashumante y recurrente.

            Una noche, mientras  Jean  terminaba de dar una última ronda  por el cine antes de cerrar, se fijó en una especie de puerta en el piso, detrás de la pantalla. La había visto antes sin que llamara su atención. Esta vez una luz intensa atravesada  las rendijas  entre las tablas y proyectaba en el techo de la sala  unos perfiles largos y extraños como personas de diferente estatura moviéndose, aparentemente bailando. Luego escuchó  voces y esas voces eran canciones y las sombras, como en un carrusel, seguían su compás.

            La curiosidad de Jean se transformó en la acción de  una mano  abriendo la puerta del piso. Inicialmente  un resplandor lo cegó; luego vislumbró en la luz una especie de túnel que paulatinamente se hizo nítido. Lo recorrió casi desesperadamente,  tras las voces que cantaban alegremente. En realidad se movía debajo de un puente, y pronto desembocó en una campiña, llena de  árboles de verde follaje, flores, abejas, pájaros y en fin de todos los lugares comunes con que se define la primavera en el cine y la literatura.

 Jean caminó  por  un sendero que lo llevó a una gran casona, una posada, llena de mesas al aire libre y en comedores interiores, con hombres, mujeres y niños, merendando, tomando vino , comiendo pan y queso  y por supuesto cantando y bailando valses populares, mientras un conjunto  interpretaba música con acordeón, violín y otros instrumentos.

            Abrió la puerta  principal del local y saludó con un:

- ¡ Buenos días  a todos ! -
y luego más bajo ,
- traed vino, pan, queso  y mucha música -

            Los parroquianos respondieron alegremente y saludaron con movimiento de manos e inclinación de cabezas.  Jean estaba dichoso. Casi no se acordaba de haber ido a una fiesta  y pronto estaba también  cantando, bebiendo y comiendo como todos los demás. Incluso al final de la tarde, todavía bailó con la bella posadera que parecía interesarse por él.  Al anochecer, muchos de los parroquianos volvieron a sus casas, mientras otros, entre ellos Berger, alojaron en la posada.

            Sin embargo, el regocijo de Jean se turbó muy pronto.  A la mañana siguiente  bajó a la posada más bien tarde, después de un banquete onírico de luz, ondas, música y compañía. Con estupor  se dio cuenta que todo se repetía exactamente igual que el día anterior. La comida, la canción, las gentes, la posadera. Había aterrizado en el mundo del presente, en que no habían recuerdos ni había futuro, siempre era lo mismo, eran veinticuatro horas eternas o que se repetían incansablemente hasta el infinito. Sería sin duda inmortal, estáticamente permanente. Ni siquiera como una estatua que por lo menos cada día tiene un cuadro de transeúntes diferentes que  estudia minuciosamente desde su pedestal. Sus ilusiones de romance con la posadera no podrían concretarse, pues cada día partía todo desde el principio.

 En poco tiempo Jean empezó hasta en sueños  a buscar la forma de huir de ese infierno feliz en que los sueños nunca podían cumplirse. Una tarde logró entonces  vislumbrar a lo lejos el puente  y corrió desesperado hacia él. Así llego otra vez al túnel de luz y  a la puerta bajo el piso, detrás de la pantalla. Volvió al mundo real de pasado desesperado y futuro oscuro. Pero por lo menos existía un  pasado  y se esperaba un  futuro. Siguió así mezclándose con los espectadores, viendo películas fragmentadas  y limpiando largas filas de butacas  entre  las que a veces se encontraban pequeños tesoros que no podía retener.

¡The End¡,

dijo Ronald pensativo y  abandonó la sala junto con  María y los  demás espectadores también absortos en viajes mentales sobre lo que recién habían visto. La misma garganta  negra de cortinajes de terciopelo que los había tragado, los expulsaba otra vez a la realidad.

            Sin embargo, pudieron observar  diferentes actitudes en el público. Unos  estaban como ellos, comentando en voz baja  y quizás  analizando el estado de ánimo  en que los había sumido la obra; otros en cambio parecían perplejos, o con muestras de una angustia muda o con la  resignación fatalista, de los que aceptan algo inevitable.

            Ronald y María  subieron las escaleras tomados de la mano, como lo acostumbraban  desde niños. Pronto se empezaron a cansar, pues ya habían subido tres niveles de escaleras, que no acordaban haber bajado al entrar al cine. Entre las personas, junto con ellos, vieron a un hombre  muy parecido a  Jean Berger, de saco negro, camisa blanca y pantalón gris y el rostro tan pálido, que  parecía más bien el mismo personaje en blanco y negro escapado de la pantalla.

            Todavía subieron otro tramo de la escalera y se encontraron nuevamente en el lobby del cine, dentro de las colas de escorpión, en la fila para sacar entradas. Todo estaba muy lleno de público.             Ronald y María se vieron empujados desde ambos lados por  gente anónima e inexpresiva y se encontraron otra vez frente  a la boletería, sin poder escapar de la fila. Una  boletera silenciosa, sin preguntar nada, les volvió a dar un par de entradas y casi como algo sobreentendido, ni ella les cobró ni la pareja atinó a sacar dinero para pagar.

            Estaban perplejos, también asustados. Algo oculto se hacía aparente, algo secreto y terrible, pero no sabían de qué se trataba. No podían salir del círculo. Trataron de hablar, de gritar, pero la gente ni siquiera los miraba y seguían indiferentes moviéndose cada quién en su círculo, como planetas en torno a un sol que los mantenía atrapados. Otro intento de salir de la fila, pero de todos lados, las demás personas los iban empujando  inexorablemente a la inocente entrada  cubierta  con la cortina negra de terciopelo  que ahora les parecía una fauce negra y devoradora. Así, nuevamente quedaron instalados en la sala, más cerca de la pantalla que antes  y se vieron forzados a repetir la función, sintiéndose más como actores que como espectadores. Esta vez prestaron aún más atención que la usual a la fatalidad del presente  en que nada cambia y la vida efímera de un día se repite eternamente. También sufrieron más intensamente  por el amor sin destino del protagonista, pues al día siguiente todo tendría que empezar otra vez, sin avanzar, sin llegar a nada más que una absurda promesa , en un mundo sin posterioridad.

            Por segunda vez, por tercera, por muchas veces, la película vuelve a terminar  y Ronald y María son otra vez arrojados a la boletería y a la puerta de la sala a  vivir  instantes sin pasado y sin futuro y entran en una rueda eterna .  O ni siquiera en una rueda, que como la fortuna tiene arriba y abajo. Empiezan entonces a notar  que en cada ciclo  los personajes, con excepción de Jean Berger y la posadera, cambian poco a poco. Hay niños, pero no son los mismos niños; hay ancianos, pero no son los mismos de la función anterior. Siempre cambia algo.
            Ronald y María fueron pasando en cada vuelta del ciclo  de la pesadilla, al asombro, al miedo, a la desesperación y a la fatalidad.            Ya estaban empezando a aceptar todo, a vivir en ciclo permanente, como los personajes del film. En uno de los círculos, al salir de la sala  por las fauces que los tragaban y vomitaban sucesivamente, finalmente salieron al exterior. Ronald y María se abrazaron y lloraron de angustia, de alivio al verse finalmente libres de tener que  volver al laberinto  terrible de Jean Berger. Salieron a la calle, pero se encontraron, no en la ciudad como esperaban, sino en una vía rural, en la campiña, entre  cultivos de trigo y campos de lavanda. Caminaron un rato hasta que sedientos y hambrientos  llegaron a lo que parecía una posada.  Se sentaron a la mesa y pronto la posadera los saludó alegre y les trajo  una jarra de vino, pan y queso. Mientras tanto  alrededor los comensales cantaban felices y una orquesta popular con acordeón, violín y otros instrumentos animaba  el baile de las parejas en el centro de la pista. Ronald y María, mientras bebían y comían, se miraron nuevamente  y sus ojos, espejos desesperados, reflejaron en infinitos ires y venires de destellos e intensas luces oscuras, el horror y la desesperación, pues habían comprendido. En ese instante  se abrió la puerta de la posada y un hombre joven, pálido , de saco negro y pantalón gris  ingresó a la sala ; era Jean Berger que junto con sentarse lanzó un alegre:
- ¡Buenos días  a todos ! ,
 y luego más bajo ,
- traed vino , pan , queso y mucha música -


Ronnie de Camino Velozo
Vuelo Chicago-Londres 26/27.7.92 ;Garza de Nicoya,25.11.92; San José 15.5.93





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