sábado, 12 de febrero de 2011

Cuentos 1.5

EL ENCUENTRO

                                                                                "  Toda historia comienza con un dedo
                                                                                              de azar que no se ve".

                                                                                              Las Piedras del destino. Laureano Albán



            La pendiente no parecía tan fuerte. Pero la enormidad de la roca, un gigante de granito, adquirió por su peso cada vez  mayor velocidad y despertó a su paso a una verdadera romería de cientos de fragmentos vivarachos, que al chocar entre sí, agregaron los tonos altos  al ronco canto de la tierra. Luego, la roca  y su séquito terminaron en el fondo del precipicio, dónde después de un fuerte estallido todavía se escuchó un murmullo decreciente de pedrería  suelta y volante.


            El rugido y el temblor  de la gran piedra, bailando torpe en su trayecto ladera abajo, espantaron al caballo que en un par de corcoveos expulsó al hombre a tierra, que a su vez hizo una pirueta increíble en el aire en su esfuerzo por impulsarse lo más lejos que pudo, al tiempo que la bestia resbalaba y se despeñaba, arrastrada por la roca colosal. Así el  viejo arriero se salvó de ser arrollado hacia el barranco.


            En la falda del cerro  dónde antes estaba la  roca,  quedó sólo un gran hueco oscuro, como si el útero de la montaña hubiera parido un mineral. Aún tembló algunos instantes y tardó bastante en asentarse la polvareda que fue levantando  la piedra y su comparsa y que con su ruido y movimiento aterrorizaron a la naturaleza. Pasaron todavía minutos hasta que un pájaro o animal se atrevieran a hacer ruido alguno.


            Al pararse nuevamente, polvoriento y magullado, se sintió extraño. Él era un hombre avezado en la rudeza del monte. Sin embargo estaba lleno de pánico. Unos segundos más o menos, unos metros o centímetros más o menos, un salto más largo o menos largo y ahora estaría con su caballo en el fondo del despeñadero. Además tenía  la sensación de un centauro desarticulado al que hubieran cercenado su caballo, con la que casi había sido un sólo ser  en muchos años por esas montañas. Miró hacia la negrura del barranco y sólo un par de lágrimas  heladas le quemaron la cara entierrada,  no  exteriorizó de otra manera su lamento por el compañero  tragado por el abismo.


            Trató de recuperar el ritmo de su respiración y de reenfocar la mente alterada. Monologó por un tiempo indeterminado, no supo si interna o externamente, no importaba pues siempre lo hacía mientras cabalgaba por la montaña:


- Pensar que para la montaña no eres nada, menos que una brizna y   puedes ser tanto el espectador quieto que por años nos ve pasar como hasta ayer o puedes ser la  muerte, como fuiste hoy para mi pobre bestia -



Y  todavía agregó:

- Anoche el Chuncho  me avisó con su canto que encontraría mi destino en el monte y por primera vez que pasó por aquí, supe que me estabas esperando. Sin embargo los dioses han dispuesto otra cosa, no quisieron que ésta vez me  llevaras, Buen intento, pero ya no podrás ser tú la razón de mi partida -


            No era un monólogo insolente, sino respetuoso y el arriero decía todo esto con el sombrero sobre el corazón, casi como orando. Después de miles de días por los desfiladeros y hondonadas, sabía más  de la montaña que los sabios  y los doctores barbudos, blancuchos y ojiazules que creían saberlo todo y que habían  subido antes con él. El los veía con sus  relojes grandes y pequeños,  con sus tubos, cables y aparatos, pret5endiendo medir los latidos del cerro y predecir temblores  y no se fijaban nunca en las rocas como la que hoy casi lo  mata. El sabía que  algunas de esas rocas, pedazos especiales de entraña de la tierra, eran algo más que pedazos inertes. Los vientos, susurrando sobre la nieve, el follaje de los árboles y arbustos y el los cañones del cerro  lo habían iniciado sin prisa  en los secretos del cielo y la tierra. El sabía que  las montañas y las plantas tenían leyes parecidas. Conocía las pequeñísimas  semillas de los Eucaliptos de la Hacienda , no visibles a simple vista , de las que en una centuria  crecía  un árbol colosal .También sabía que rocas especiales como la de hoy, moles de sílice, hierro y cobre era una simiente cristalina de la madre tierra. A pesar de la tristeza que había sentido al perder su caballo,  sabía que había presenciado un acto de fecundación; una semilla de la montaña había fecundado  un valle del que en  quizás  millones de años, podría nacer, en una gestación fuerte como un cataclismo, otra montaña, o hasta un planeta. Otro arriero, iniciado por el viento en la misma sabiduría, le había contado que así había nacido la luna y que nunca se sabía cuando una roca era el germen de un volcán, de una montaña, de un cometa , de una estrella o de otro sol .


            El tener el conocimiento,  a pesar  del canto del chuncho,  hizo que aquel día el hombre no escabullera su destino .El respetaba las montañas  y las sabía vivas como a las plantas y corría hacia ellas sin temor. Miró hacia el cielo y vio a un cóndor, el  colosal guardián de las cumbres , en su vuelo  perfecto, casi inmóvil . Se identificó con su soledad y con el hecho que ambos habían sido testigos de la fecundación de  algo grande. Ambos también  habían tenido por única compañía  un mantón de encajes blancos azulados y gélidos y habían recibido ambos las confidencias  casquivanas de  la brisa, las incandescentes del sol y las duras  del viento y la lluvia.


            El jinete, transformado ahora en solitario caminante de los páramos, guiado en la noche  por la plata fantasmal del firmamento, siguió la senda hasta el río que tendría que cruzar  para llegar hasta el refugio de su amigo “El Gallego “ dónde podría pedir protección y conseguir un caballo de repuesto.


            A la orilla de la corriente  de canto suave y color de luna, se sacó la ropa , hizo un bulto con ella que cargo con cuidado sobre la cabeza y se hecho a nadar. Sólo cuando estaba con el agua al cuello y miles de agujas lo clavaron  y sus músculos  se transformaron  en piedras duras e inmóviles, comprendió que se había equivocado.  El chuncho no le había anunciado el encuentro con la roca,  sino con el agua glacial, hija también de las alturas y de los hielos que ahora le cortaba el paso por la vida. La corriente lo abrazó amante, llevándoselo sin lucha en su ruta hacia el mar.



Ronnie de Camino V.
Kingston 21.6.94
Valle del Sol , 14.4.95

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